domingo, 24 de julio de 2011

Diarios de Viaje. Potosí


I) ¿Se puede cruzar la Quiaca sin sentir en lo más profundo del alma el sonido de las guitarras de Manu Chao? Respuesta: no. Lo primero que uno ve de Bolivia es la pequeña Villazon. El calor es refrescantemente seco. Las sombras de los negocios y arboles circundantes siempre son amigos ocasionales.
Las primeras impresiones que algún visitante puede sacar en concreto son  las enormes diferencias culturales que existen entre un porteño y el sur boliviano, incluido el norte argentino. La ciudad puerto siempre más afecta a las finas fragancias europeas que a los tradicionales olores de la tierra latinoamericana no concibe el término “diferente” sino como una acepción peyorativa. Esta “diferencia” es una adjetivación muy común para diferenciarse de “ellos”. El “nosotros” pertenece a una raigambre histórica que tira líneas en un pasado de barcos y emigrados. El porteño se siente un inmigrante con derecho de piso en la Argentina, pero redobla su situación cada vez que sale fuera de los límites de la flor del plata. Ahí se aventura en los caminos de la barbarie sarmientina, como quien contrata un safari para ver las planicies del Sahara. Lo reconozco en los ojos de una chica rubia, de mediana estatura, con sombrero a lo Indiana Jones, que no se cansa de sacarles fotos a sus amigas diez pasos después de cruzar la frontera.
La bóveda de puestos que encierra al viajante es por momentos asfixiante. Todo se vende en la calle. Sin embargo el bien más escaso para alguien acostumbrado a vivir en el llano es el aire. Por cierto, nadie lo vende.




II) Compro un boleto con destino a Potosí. Veo a las cholas comer sus sopas con chicharrón, tomar jugos en bolsas.
La inexistencia de caminos e infraestructura es la constante del viaje. El conductor se guía por la experiencia de quien repite el mismo camino durante muchos años. La luz de la luna es su mejor compañera durante esta larga travesía, que atraviesa un desierto de casas muy precarias a los costados del camino y tiene por única parada la pequeña ciudad de Tupiza. El olor a coca invade el micro, los cocaleros son los más asiduos viajantes de estos buses y trasladan la mercancía de un lugar a otro. Las cholas se cobijan detrás de sus chompas de alpaca que las calentaran el resto del viaje. Quien escribe recibirá los duros azotes del frío boliviano a lo largo de toda la noche.
La llegada al valle de Potosí es algo mágico. El amanecer trae consigo una vista increíble de la plaza de armas de la ciudad.
Luego de dejar la mochila en el hostel, la recorrida es intensa. Las calles son mayormente angostas, los colores ocres son comunes en el paisaje andino. Los cables abovedan cada una de las calles cuan si fueran pasajes que dan la bienvenida a una de las ciudades más antiguas de este continente. Los hermosos balcones fabricados en madera con detalles artesanalmente labrados en la misma son de una perfección impresionante. La antigua ciudad de la mita y el yanaconazgo hoy descansa bajo el tórrido sol de la tardecita andina.
La recorrida es por momentos lenta, el aire falta, las calles son subidas y bajadas constantes que terminan por lo general en alguna iglesia de tipo colonial. Desde sus altos campanarios se puede ver el paisaje completo que presenta la ciudad de plata.




III) Visitar la mina del cerro rico de Potosí es una experiencia única. El noventa por ciento de la población trabaja o trabajo en ella. Las condiciones de acceso e infraestructura son pobrísimas. Las vigas son muy bajas, el nitrato de plata vuela por el aire formando una cortina turbia que es fácilmente divisable con las lámparas de los cascos. Esta voladora aleación es la principal causante de muerte en la mina, la excesiva exposición produce serios problemas respiratorios, cuando no algún cáncer pulmonar.
Comenzamos a bajar a las entrañas del cerro. El calor se hace más intenso, la garganta se reseca. Por un momento pienso que todos se acaba, la piedra comienza a retumbar, mis compañeros de excursión saltan a los costados, un carro de acero lleno pasa al lado nuestro. La mina escupe los metales y las piedras desde sus entrañas. Nuestra ofrenda consiste en gaseosas y hojas de coca.
El centro es un lugar magmático. Los cuarenta y dos grados son constantes. Los ruidos producidos por las herramientas que trabajan sobre la piedra son ensordecedores. Me acerco a un minero, le extiendo la gaseosa. Su cara negra como el carbón, producto de la tierra me devuelve una sonrisa. Le pregunto que se siente trabajar en esta mina todos los días. No sabe que contestarme. Me siento un inquisidor de la vida ajena, doy dos pasos hacia atrás. Él vuelve a mirarme y me susurra que hoy son al menos dignos de la jubilación. No entiendo, lo miro atentamente. Andrés, tal es su nombre, me cuenta que el gobierno de Evo les dio la posibilidad de elegir voluntariamente el retiro para comenzar a cobrar la jubilación. Antes, asegura, te jubilabas a los cuarenta y cinco años. Creo comprender las palabras del joven minero, sin embargo solo lo haré a la noche, cuando tenga una distendida charla con la dueña del hostel y me explique que la expectativa de vida de un minero no supera los cuarenta años.           

3 comentarios:

  1. Que lindo viajar así, ¡vía post! Hay un filósofo argentino que trabajó con este choque de culturas, Rodolfo Kusch.
    Yo lo estoy comenzando a leer y es fascinante, tengo el tomo 1 de las obras completas, sumamente recomendable, sobre todo "Indios, porteños y dioses".

    Saludos

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  2. Bueno siempre existe la posibilidad de viajar con la imaginación sentado en el living de tu casa. De Rodolfo Kusch solo leí fragmentos, pero me interesa ese choque cultural, lo anoto a mi larga lista de libros por leer, gracias Virgi.

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  3. En este momento yo también me veo reducida a la posibilidad de viajar lejos solamente mediante tus post! así que te agradezco :)

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Susurros de otros mundos