martes, 24 de julio de 2012

Ella.



Acaso escribir sobre el peronismo sea a esta altura una redundancia. Sin embargo hay que reconocer su enorme potencial para reciclarse y reaparecer una y otra vez en la vida política de los argentinos. Es escurridizo, se nos escapa de las manos a la hora de caracterizarlo cabalmente. Es extremadamente complejo ponerse de acuerdo si vive en el pueblo trabajador, si solo subsiste en el partido justicialista o si sencillamente murió con su líder. Estamos en presencia de una persistencia nacional que no puede hacerse a la idea de que ha perdido algo constitutivo de su existencia política.
Me decidí a escribirlo con mayúsculas porque me propuse hablar de una figura central, constitutiva del mismo. El papel femenino no siempre es el protagónico en esta historia, lo es en este escrito. Y es acaso tan complejo hablar de protagonismos y no referirnos al “coronel populista” que hasta parece extraño poder correr la lente de la cámara para hacer foco en una figura que creció a su lado, pero que demostró ser mucho más visceral que él. Porque si algo la caracterizaba a ella es su potencia discursiva.
Hoy se escribe de ella. Pero, quién era ella. Aquí debería insertar un cúmulo de información biográfica, adentrándome en ver si su partida de nacimiento es real, si su edad coincide con la que figura en los Toldos, etcétera. No es la intención. La pregunta sigue en pie. Será que es realmente complejo preguntarse quién fue alguien. Acaso podamos tomar reflexiones que ella misma quiso hacernos llegar para poder caracterizarla mejor. Tal vez nos sirva de ayuda volver a darles voz a sus escritos. Y aquí si aparece la subjetividad de quien escribe la nota para citar los fragmentos que este crea que mejor representan a la persona que quiere retratar y con  eso lograr un compendio de frases.
Eh optado por darle nuevamente eco a sus palabras, aquellas que han salido desde sus últimas exhalaciones, porque efectivamente así ha sido. “Mi mensaje” fue dictado por esa mujer que con su último aliento. Pesando solo 38 kilos, quiso demostrar que la potencia de su discurso no radicaba en su lozanía, sino en las profundidades de su espíritu. Allí donde vivía un odio irredento por las clases propietarias del país. Acaso fue desmesurada en su odio, pero también lo fue en su amor por los desposeídos. Tal vez podamos ensayar como pueril e incomprobable hipótesis que esos dos sentimientos nacieron y se desarrollaron en el interior de una persona que sufrió en carne propia los escarnios que la ciudad culta le propino al llegar proveniente del interior de la provincia. Pero más exactamente, arriesga este improvisado cronista, fue la afrenta interna de haber sido huérfana.  
Quién puede comprender más hondamente lo que significa ser un desposeído que aquella persona que no es propietaria de su propio apellido. Hasta aquí no es nadie, llega a la ciudad para poder ser alguien. Es persistente, conoce todas y cada una de las bajezas que esa ciudad culta, tan pendiente de las grandes capitales europeas, esta dispuesta a propinarle. Todas las recibe.
Se casa. Se casa con él. Se casa con él, que es quien le da su apellido. Se casa con él, que es quien le da su apellido, pero eso a ella no le basta. Ambos se cagan en todos los convencionalismos de la época. Ambos son tildados de inmorales, se los acusa a dedo alzado. Ella sufre la profundización de ese escarnio primigenio que sintiera en sus primeros días de residente en la culta Paris del Plata. Ella, ya no es más un articulo en este texto. Es Eva Perón. No se conforma. Transgrede la sociedad. No aquieta sus perspectivas con el solo hecho de ser la señora del “coronel sindicalista”. Encuentra algo. Ve algo. Se representa en eso que logra observar. Algo que la enorme mayoría deja de ver cuando llega a esas esferas. Los ve a ellos que no tienen entidad porque son huérfanos como ella lo fue. Que no poseen nada y esa ausencia es el sentido más profundo de su carencia. Entonces ella, que ahora es Eva Perón, pero que no se conforma con ser solo la esposa de, va a luchar por ellos; para darles entidad.
En esa relación pasional, tan cercana, tan afectuosa; ambas partes ganaran definitivamente su identidad: ella será Evita y ellos serán los grasitas, los descamisados.
Sus palabras aun rugen por el aire: “Quiero decirles la verdad que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad. Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no regresaron nunca. Se dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de las alturas y se quedaron ahí para gozar de la mentira.”[1]
De este punto en adelante ya no habrá más concesiones. Rodete cerrado como un puño para defender a los que fueran huérfanos. Amor incondicional para aquella artista que renunció a su apellido matrimonial, a su carrera artística y a ser la esposa de. Evita lo clama desde el fondo de su cuerpo enfermo: “Yo no me deje arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas”.[2]
Las clases poseedoras de este país rara vez se equivocan a la hora de volcar todo su odio sobre alguien. No pierden el tiempo derrochando de manera fútil todo su rencor. Son sectarios y excluyentes hasta en eso. Acaso la enfermedad más destructiva en este país haya sido en 1952 la más festejada por los sectores minoritarios de la población. Y es así como Evita, con una suerte de castigo divino que replica el original de las sagradas escrituras, por haberle dado la traicionera manzana de la felicidad al pueblo, fue maldecida por aquellos que rezaron todos los rosarios que tuvieron a su disposición para que la pecadora del siglo XX fuera maldita y corriera una peor suerte que la versión original.
Nunca dejó de preocuparse por el futuro de los suyos. Nada la tranquilizaba de sus dolores. Tal vez haya sido en estas circunstancias, que gana una lucidez política potente. Fue en uno de esos espasmódicos momentos en donde me la figuro gritándole a quien tenia por tarea escribir los designios de su testamento político: “El arma de los imperialismos es el hambre. Nosotros, los pueblos, sabemos lo que es morir de hambre. El talón de Aquiles del imperialismo son sus intereses. Donde esos intereses del imperialismo se llamen “petróleo” basta para vencerlo con echar una piedra en cada pozo. Donde se llame “cobre” o “estaño” basta con que se rompan las maquinas que los extraen de la tierra o que se crucen de brazos los obreros explotados. ¡No pueden vencernos! (…) Ya no podrán jamás arrebatarnos nuestra justicia, nuestra libertad, nuestra sabiduría. Tendrían que matarnos a uno por uno a todos los argentinos y eso ya no podrán hacerlo jamás”.[3]
Qué honda tristeza la hubiera invadido si hubiera visto como sus designios eran tristemente precisos, pero aterradoramente llevados a la práctica. Porque no fue necesario matar a todos los argentinos, basto con 30.000 para disciplinar a un sector de la sociedad que quiso tomar su cielo, el que siempre perteneció a los dueños de todas las cosas, por asalto.
A 60 años de su desaparición física, es bueno volver a escucharla por intermedio de su último testamento. Dueña de un jacobinismo plebeyo, que no necesitó de enormes compendios teóricos para saber por quién y para quién había que pelear. Dueña de una llama eterna que ni las profanaciones han podido apagar. Su leyenda continua viva en la memoria oral del pueblo. En el dibujo de Ricardo Carpani, acaso aquel que mejor pudo captar todo el fuego de su espíritu.

Martín Canziani.  

   


[1] Eva Perón, “Mi mensaje”, Ediciones Fabro, Buenos Aires, 2012, Pág. 10.
[2] Ibíd., Pág. 11.
[3] Ibíd., Pág. 22. 

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