domingo, 20 de mayo de 2012

La revancha de América



Acaso la música siempre este emparentada con el sustrato social que la impulsa, que le da vida y color. Es imposible desclasarla, pero es probable que al intentar rastrear ciertos orígenes nos topemos con convenciones socio históricas que delimiten la pertenencia de un sonido a un lugar geográfico, un segmento socio etáreo y hasta a una época temporal determinada.
Esta nota llega con la vuelta de Malón al ruedo de los escenarios, y con una inesperada concurrencia a sus últimos shows. Con esto no pretendo desmerecer el poder de convocatoria de una de las bandas más tradicionales de la escena del heavy nacional, sino poner el acento en el crecimiento y espera de su público. Tal vez sea central el concepto de espera en tanto la banda estuvo separada catorce años, producto de desencuentros y nuevos horizontes musicales de sus integrantes. Probablemente el más resonante de estos haya sido el de su cantante, el histórico Claudio O´Connor, la voz más representativa del estilo en la Argentina, cuya carrera solista fue experimentando cambios en la vocalización y la ambientación no solo de sus temas, sino también en la transformación del mismo Claudio hacia vetas más intimistas y lugares menos conocidos para el crudo sonido del heavy nacional.
Lo cierto es que Malón ha vuelto, lo cierto también, como bien lo afirmó su guitarrista de toda la vida, el tano Romano a la revista Rolling Stone, es que suenan como sonaría Hermética hoy. Una declaración incisiva para todos aquellos viejos amantes que la H ha sabido recolectar a lo largo y ancho de este país.
Tal vez sea que el heavy nacional trascendió al igual que la mayoría de estilos su faceta de simple sonido. Malón da cuenta de ello como figura insigne dentro del género.
Sus infancias están cruzadas con las de muchos de sus oyentes y hasta sin saberlo de sus propios integrantes. El joven Strunz vivía en La Matanza, Antonio Romano en Villa Insuperable, Carlos Kuadrado en la Tablada. Sin saberlo los separaba un radio de veinte cuadras entre cada una de las casas. Diferente es el caso de Claudio O´Connor, oriundo de Lomas de Zamora. Sin embargo todos poseen una particularidad, provienen de barrios netamente obreros, en particular de barriadas fabriles. Y es que esa infancia barrial, sumada a una corta adolescencia producto de la rápida inserción al trabajo forjo una banda de laburantes. Acaso sea éste el hilo conductor del heavy argentino, sus profundas raíces en el ámbito de las fábricas. El tano Romano bien lo grafica para la revista Rolling Stone cuando declara: “mi estilo nació de escuchar a Metallica, Venom y los balancines de la metalúrgica donde laburaba, esos sonidos mecánicos”. Carlos Kuadrado se dedico en los catorce años de parate auto impuesto por la banda a trabajar de aquello en lo que siempre se desempeñó, la construcción. Acaso el pato Strunz sea quien se dedicó al comercio con sus dos locales en Flores, vinculados a la industria de la música y O´Connor, el más profesional en el sentido de trabajar de la música, fue quien siguió ganándose la vida con su carrera de solista.
Por carácter transitivo a su crianza y sus oficios es evidente que las letras de Malón están avocadas a hablarle al trabajador. A ensalzar al barrio como un reducto conocido, íntimo y de solidaridad entre vecinos. A denunciar las bajezas de la política punteril, los estragos de la policía o la precarización de los puestos de trabajo. Temas como Malón Mestizo, Gatillo fácil o Hipotecado así lo grafican.  Es el sonido crudo y las letras descarnadas del heavy nacional, tal vez la mejor banda de sonido que este país tenga como legado y recuerdo de la década privatista de los noventa. Porque los cierres de fabricas afectaban al barrio al que el heavy le debe su inspiración como sonido de protesta. Pero el sonido del metal argentino ha sabido destacar las luchas y los siniestros nacionales. La referencia a los caídos en Malvinas en Nido de almas, el recuerdo de los treinta mil detenidos desaparecidos en 30.000 plegarias o la masacre, muy poco documentada e investigada del pueblo aborigen de Pilagá a manos de la gendarmería nacional en octubre de 1947, son sobradas muestras de que Malón  le ha cantado a una realidad que sufría en carne propia.
Teorizar sobre la merma del público de este sonido netamente argentino es también indagar sobre la destrucción del barrio como espacio de contención y de la fábrica como ámbito y núcleo de trabajo. El heavy nacional tuvo que pasar de condenar la explotación desmedida en la fábrica a graficar violentamente el desmantelamiento productivo de un país.
Probablemente como respuesta a la recuperación de una buena parte de los puestos de trabajo haya vuelto también Malón. Factor indispensable para una critica desde adentro del sistema de producción, pero sobre todo síntoma de que es posible utilizar el arte como apoyatura critica de la realidad cotidiana. Es que sí el barrio ha mutado y la producción nacional se despertó nuevamente, entonces el sonido de balancines y compresores que el tano Romano posee como referencia ha reavivado la mística de la banda. El heavy nacional es quien mejor representa desde la crudeza de sus letras y su música al laburante argentino, es tal vez la banda sonora más fiel del Martín Fierro actual. Solo que esta vez ha sabido tecnificar sus coplas para convertirlas en metal.


viernes, 18 de mayo de 2012

Recordando a Paco


Dame la mano

Cuando arda el amor,
no estaré a tu lado,
estaré lejos.

Será por cobardia,
Por no sufrir,
Por no reconocer que no supe
Cambiar todo esto.

Arderá el amor,
arderá su memoria
hasta que todo sea como lo soñamos
como en realidad pudo haber sido.

Pero ya estaré lejos.
Será tarde para lamentos
y nadie podrá todavía asombrarse
de lo que tiene.

Antes que nada, antes
de sospechar,
vivamos esto, que más no sea, y que
por ahí es demasiado.

Vivir, sin
que nadie admita; abrir el fuego
hasta que el amor, rezongando, arda
como si entrara en el porvenir.

Francisco “Paco” Urondo.

jueves, 17 de mayo de 2012

La mirada invisible



La adaptación cinematográfica del libro “Ciencias morales” de Martín Kohan, fue llevada adelante por el director Diego Lerman. Ganadora de un par de premios y presentada en el festival de Cannes, nos encontramos con un minucioso trabajo de orfebre. Una labor de relojería que nos permite espiar en el interior de los muros del colegio más antiguo y tradicionalista que tiene Buenos Aires, su reconocido colegio Nacional.
Hacia adentro de esta fortaleza del saber nos encontramos con María Teresa, una joven preceptora, de pulcritud reluciente, vida monótona y costumbres repetitivas, impecablemente interpretada por Julieta Zylberberg. Una supernumeraria gris del sistema institucional educativo, imperante en 1982.
La pulcritud, el ordenamiento, la total y absoluta disciplina se asemejan por momentos a los de una institución carcelaria. Y es que la historia busca mostrarnos un desdoblamiento de lo acontecido. Por un lado las prácticas represivas de la institución para con los estudiantes. Por otro el blindaje del colegio para con el afuera.
Si las practicas de contención del orden instituido son eficaces es por sobre todas las cosas por la internalización de las reglas y normas que los carceleros investidos de preceptores llevan adelantes. Nuestra protagonista nos devela la constante devoción puesta hacia mejorar las practicas persecutorias, efectivizar sanciones y lograr métodos de inteligencia y recolección de datos más sutiles. Tal vez sea por eso que el director haya decidido cambiar el nombre de la obra original. La mirada invisible es el perfeccionamiento de la coacción ejercida por María Teresa. Ese constante perfeccionamiento la lleva al paroxismo de sentir un leve olor a tabaco, suave, sutil. Rápidamente esa sensación le remite a una infracción de las normas y reglas del conjunto del estudiantado hacia la propia institución. Esa internalización propia de quien busca superarse en los métodos establecidos de control la lleva a esconderse en el baño de los varones, a quienes se dedica a espiar meticulosamente. Ese perverso juego de búsqueda de la infracción moral, la sumerge en un obscuro y excitante juego. Es la excitación de quien se sabe poderoso con el lugar y el papel que ejerce y ocupa, con su función.
El desdoblamiento de la película nos marca también, lo desligado que esta el colegio con la sociedad que esta por fuera de los muros que lo contienen. Solo al final de la misma podemos escuchar ciertas manifestaciones callejeras que vienen a romper con la monotonía monocorde y monocromática de la actividad académica.
Un párrafo aparte debe ser destinado al señor Biasutto, jefe de preceptores. Acaso sea la demostración empírica que el régimen carcelario también azoto las aulas de varios colegios durante la última dictadura militar en la Argentina. La interconexión entre ambos personajes, forjada en una devoción de María Teresa hacia las practicas y el nivel de inflexibilidad de Biasutto para con las mismas, cimentan una relación que sostendrá el argumento de la película, dándole un final a la misma emparentado con el desenvolvimiento de la historia nacional. Es que acaso la joven preceptora represente a la perfección a una gran porción de la clase media capitalina de esos tiempos, y muestre a las claras su transfiguración conforme se desenvuelve la película.  
Si el libro de Werner Pertot y Santiago Garaño, “La otra juvenilia”, muestra a las claras la ebullición de pensamiento y militancia que se vivía en el Nacional Buenos Aires antes del 24 de marzo de 1976, el libro de Martín Kohan hace un paneo pormenorizado de cómo todo ha sido arrasado. Acaso el gran merito de la película sea lograr transmitírnoslo con imágenes elocuentes.
Acaso no sean casualidad lo que nos transmiten las cifras oficiales: el 69.3%  de las víctimas del terrorismo de Estado tenían entre dieciséis y treinta años.  

Ficha técnica:

Película: La mirada invisible

Dirección: Diego Lerman

Año: 2010

Duración: 92 minutos

Interpretación: Julieta Zylberberg (Marita), Osmar Núñez (Biasutto), Marta Lubos (Adela), Gabriela Ferreiro (Elvira). 

Guion: María Meira, Diego Lerman; basado en la novela “Ciencia morales”, de Martín Kohan.

martes, 15 de mayo de 2012

La carta que uno nunca espera escribir


En la vida de toda persona existe un momento en el cual siente que está escribiendo un texto, una carta, aun cuando la misma haya dejado de usarse hace tiempo, que es la nunca hubiera querido escribir. Solo las vueltas de la vida o vaya a saber qué extraño acontecimiento futuro pronostique si habrá otra carta igual o será la última. Aun cuando fuera la última tendría al menos el valor de ser única.
Será que uno nunca está preparado para terminar una relación. Será que continúa enamorado a una figura pretérita, olvidada en un cajón de los recuerdos. Será que la tristeza, con esa fugacidad particular que la caracteriza, tiene la capacidad para sacarte de lo que estabas haciendo y sumirte en una espiral de recuerdos que se azotan contra alguna pared del cerebro pidiéndote a gritos que te abras la cabeza para dejarlo respirar. Y como uno no lo hace, porque la pulsión de vida es más fuerte y vigorosa se aloja en el musculo blando del corazón, desde donde es dueña y señora de las emociones. No necesito ponerle a toda esta perorata signos de pregunta, porque no quiero saber las respuestas. Prefiero liberar todo lo que se pueda este texto de convencionalismos literarios. Sobre todo sabiendo que vos trabajas de las letras.
Hay dos cosas que no puedo dejar de pensar. Una es casi un esnobismo literario. No podría nunca salir con una mujer que no haya leído Rayuela. Porque no puedo dejar de pensar que si no lo hizo no tiene la capacidad intacta para soñar. Y yo no quiero estar con alguien que no pueda soñar. La otra es dejar de pensar la felicidad que sentí con vos en cada uno de los viajes que hicimos.
Me robaste la capacidad para disfrutar de cualquier viaje que no sea al lado tuyo. Es por eso que no pienso en vacaciones, viajes o escapadas. Me duelen. Me traen recuerdos. Y uno normalmente si le quiere escapar a los dictados de la tristeza que opera decididamente desde su base en el corazón, debe olvidar. Es terrible lo que estoy a punto de afirmar, pero Nietzsche tenía razón. Sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ningún presente. La memoria, emplazada en el cerebro, es un adminiculo de la razón. La felicidad, desde su sustancia volátil, es propia del corazón.
La cuestión pasa por tomar una decisión. Saber qué hacer. Mendigar por los apagones del Eterno resplandor de una mente sin recuerdo o alojar a la tristeza como huésped sin contrato de vencimiento en algún resquicio del ser. Shakespeare le pifio. Le pifio feo. Ésta es la cuestión.