domingo, 29 de mayo de 2011

Siempre se vuelve al primer amor


“Pero el amor, esa palabra... Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses), me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado, y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero”.

Julio Cortázar, “Rayuela”, Cap. 93

sábado, 28 de mayo de 2011

El deseo en "Memorias del subsuelo"

“El hombre trata de demostrarse a cada paso que es un hombre y no un tornillo”, monologa el hombre del subsuelo. ¿Por qué aplica la imagen del tornillo? El hombre de la oficina protesta contra su función de engranaje. Pero a la vez, la imagen del tornillo se puede asociar al máximo referente gótico surgido en el estallido de la fantasía positivista: Frankenstein (1818), con sus tornillos en la cabeza. Si Frankenstein es, en algún sentido, el superhombre nietzscheano, su creación remite al imaginario romántico del siglo XIX, el siglo de la revolución industrial y el de la burocracia, que es también el de Bonaparte, el superhombre. Un ejemplo en Dostoievski: las discusiones sobre el libre albedrio y el superhombre que se despliegan en Crimen y Castigo. En la oficina el ideal romántico se exacerba. La razón ha devenido un orden numérico. El escribiente, que pertenece a este orden, al razonar sobre el deseo, refiere reglas naturales que pueden probarse como “dos por dos son cuatro”. De acuerdo, razona, el resultado es cuatro, pero puede ser divertido que a veces sea cinco, como los condenables cinco sentidos que rivalizan con la conciencia, derrotándola. Como alternativa, el escribiente idealiza un superhombre y profetiza la derrota de la razón frente a la naturaleza, siempre maligna. El deseo del hombre, divorciado de la razón, consiste siempre en marchar contra ella, hacer el mal. El héroe de Dostoievski considera ésta una verdad que se puede demostrar como las reglas de la aritmética. En este aspecto, la invención de un superhombre, un modelo elucubrado por la frustración de escritorio, desemboca inexorablemente además de en el monstruo de Mary Shelley en el ideal ario de Hitler.  
Un magnifico extracto del gran Fedor para graficar.
“Sospecho, señores, que ustedes me miran con cierto desdén: me repiten que a un hombre culto, al hombre del porvenir, en una palabra, le es imposible desear deliberadamente lo que es contrario a sus intereses. Esto es tan claro como las matemáticas. Estoy completamente de acuerdo: tiene una claridad y una exactitud matemática. Pero les repito por centésima vez que existe una excepción, que hay hombres que pueden desear lo que saben que es desfavorable para ellos, lo que les parece estúpido, insensato; hombres que obran así solo por eludir la obligación de escoger lo provechoso, lo digno. Porque esa insensatez, ese capricho, es quizá, señores, lo más ventajoso que existe para nosotros en la Tierra, sobre todo en ciertos casos. Inclusive es posible que esta ventaja sea superior a todas las demás aunque sea evidente que nos perjudica y contradice las conclusiones más sanas de nuestro razonamiento. Y es que nos conserva lo principal, lo que más queremos: nuestra personalidad. Algunos afirman que esto es lo más preciado que tenemos. La voluntad puede querer a veces ponerse de acuerdo con la razón, sobre todo si no se abusa de este acuerdo, si se aprovecha moderadamente. Pero con gran frecuencia, la voluntad se niega obstinadamente a ponerse de acuerdo con la razón, y entonces…entonces…”  
Fedor Dostoievski, “Memorias del subsuelo”

viernes, 27 de mayo de 2011

miércoles, 25 de mayo de 2011

Nube

A Victoria le han dicho desde siempre que es el fruto de una lucha. Sus padres pelearon intensamente por tenerla, sobre todo su padre. Sin embargo ella dice no llamarse así, internamente se autoproclama con otro nombre. Busca en su corazón, en su memoria, en algún recóndito lugar de su alma una voz interior que le diga con ternura, sin ningún atisbo violento, que se llama Nube. No comprende porque eligió ese nombre, pero presiente que en alguna otra vida se llamaba así. Lo confirma todas las tardes de otoño, su estación favorita, cuando se sienta insistentemente en los confines del patio trasero de su casa y mira el cielo, invadido por gigantescos algodones color acero. Busca formas, rastrea olores y sensaciones que le permitan sentirse cerca de ese mundo que se creo para ella.
Llora escuchando a Piazzolla. No puede explicar a ciencia cierta porque, la nostalgia la invade, la corroe por dentro. No es el tango, es el fantasma gris de Astor que ella cree circunda su cuarto.
Ciertas tardes especiales de Abril cierra los ojos, huele el aroma de la tierra húmeda del patio, escucha el sonido de los arboles, siente el respaldo firme de la silla que acomodó en el medio exacto de la geografía de su jardín y piensa en Piazzolla, pero sobre todo lo escucha interpretar Adiós Nonino. Aprieta fuerte los parpados para no sucumbir a la tentación de abrir los ojos y diez minutos después al romper la oscuridad bruscamente cree ver la vida codificada en largas partituras de piano. Las notas pululan en el aire, se esconden detrás de los arboles, revolotean por encima de las masetas de su madre y ella llora de la emoción.
Lo único que la hace enojar profundamente es la salida del sol. Si él sale, las nubes dejan de ser grises, se corrompen con numerosos colores que les son ajenos. Ella que comparte su nombre con las otras cree saber mejor que nadie como debieran ser esos frisos esponjosos que cuelgan en el techo de nuestras cabezas.
Nube o Victoria esta perdida, esperando que alguien la encuentre.
Nube o Victoria sabe internamente que su vida no es “su vida”, es más bien otra, que alguien eligió por ella. No esta segura quien fue ni cómo lo hizo, pero espera que el fantasma de Astor se lo diga.
Nube o Victoria presiente que su historia es la de una derrota. Que cala tan hondamente en ella como en los ríos de la Nación a la que pertenece.  
Nube o Victoria cierra los ojos una noche más sabiendo que va a volver a soñar con violines y bandoneones.

Rodka.

jueves, 19 de mayo de 2011

La sombra que camina por Buenos Aires


Se cumplieron doscientos años de una de las mentiras más atroces de nuestra historia. Aparentemente varios historiadores se han puesto de acuerdo en hacernos creer que aquel 4 de marzo de 1811, enfundado en una bandera inglesa, se perdía al más incandescente de los hombres de mayo. Ya lo dijo su mayor opositor en la primera junta, Cornelio Saavedra, cuando se entero de lo sucedido y lo inmortalizo con una frase que bien pudo no haber salido de sus labios, pero que grafica a la perfección el espíritu de Mariano Moreno: “Hacia falta tanta agua para apagar tanto fuego”. Frase que ilumina cómo es una persona, que la pinta de cuerpo entero.
No desviemos el texto, la mentira aun circula impunemente en todos los ámbitos académicos. Poco se ha hablado de él en estos últimos días, los medios de comunicación estuvieron más preocupados por  la libertad de expresión y la supuesta censura de un gobierno sobre la prensa libre. Me extrañó que no se lo citara, al menos, debido a su injerencia en la creación de la Gaceta de Buenos Aires. Le temen, no lo mencionan por miedo a ver sus ojos negros y su nariz aguileña. Prefieren olvidarlo, matarlo, enterrarlo en el fondo del océano, lo más lejos posible de su suelo querido. Sienten terror de que camine, nuevamente, por suelo argentino; de que tome un teclado moderno y desempolve los ideales de mayo, seguramente, aggiornados para las circunstancias actuales. Sin embargo él los ha engañado a todos, lo sé, porque lo vi con mis propios ojos.
Recuerdo que en los festejos por el bicentenario nacional lo vi en la esquina de Avenida de Mayo y Bolívar, llevaba un sobretodo largo, la mirada perdida en la multitud y el ceño fruncido: era el mismo que había visto en libros y manuales.
Me acerqué a su posición, caminando por una calle irreal, como cuando uno camina por un sueño. En ese instante me miró, bajó la cabeza y se fundió en la multitud. Lo busqué como un loco durante unos minutos, sin embargo no lo pude encontrar. Estaba realmente seguro de haberlo visto, era él. Su pelo ensortijado, su baja estatura, pero sobre todo, el fuego en sus ojos.
También me pareció verlo en La Quiaca, tomando un micro que se dirigía a Chuquisaca. Nuevamente intenté llegar a su posición sin poder concretar mi intento de charla. Las puertas del transporte se cerraron a mi llegada. El ruido del motor puesto en marcha me convenció de que mi destino era llegar siempre tarde.    
Finalmente, el gran día llegó: lo vi una tarde de marzo con total nitidez. Yo caminaba por las inmediaciones de la cancha de Huracán, en Parque Patricios. La tarde era calurosa, ni una nube se vislumbraba por el horizonte. Miles de banderas se arremolinaban, varias eran las agrupaciones que caminaban hacia el palacio Adolfo Ducó. La alegría era parte del espectáculo, una algarabía creciente se materializaba para dar forma a una postal inmaculada, la expresión soberana de un basto sector de la sociedad.
Saqué mi cámara para retratar  el instante que estaba viviendo. Enfoqué a una columna que venia cantando alegremente, con banderas rojas y negras, hice foco para garantizar la nitidez del retrato y para mi asombro lo encontré entre dos banderas. Su sobretodo largo no coincidía con la temperatura ambiente, sus ojos y su seño conservaban la misma intensidad de los anteriores encuentros. Bajé la cámara, y como un rayo, enfilé hacia su posición. Al llegar la desazón se apoderó nuevamente de mí, una vez más se me había escapado. Me adentré en la columna de manifestantes como un poseso, yendo de un lado a otro, hasta que un hombre de unos cuarenta años me frenó en seco y me dijo: “¿A quién buscas?”. “A Mariano Moreno”, le respondí”. Mi interlocutor se rascó su tupida barba rala, sus ojos quedaron pensativos, finalmente me miro fijo, y sin ningún atisbo de gracia o sorna, me espetó en la cara: “Buscalo bien porque seguro que el muy guacho se esconde entre la gente”. Me palmeó el hombro, me sonrió y por ultimo me dijo, si lo encontrás decile que ya es hora de que salga. Miró a su columna y  se dio cuenta que se alejaba. Me miró por última vez, y con un trotecito, se fue al encuentro de sus compañeros.
Esa tarde estuve pensativo, apuntando con el lente de la cámara todas las tribunas del estadio de Huracán, buscándolo sin resultados.
Pensé durante días y finalmente encontré una respuesta. Hay tiempos en donde las sociedades inician una discusión seria acerca de qué modelo de país quieren para su futuro. Momentos en donde los jóvenes se transforman en actores sociales que pugnan por construir una sociedad más justa. Épocas donde todo un continente comienza a tomar noción de su papel histórico y geográfico, de su importancia estratégica y el valor de sus recursos. Tiempos de rebelión contra lo establecido, tiempos de cambios.
Es durante esos momentos, cuando unos pocos creemos verlo caminando tranquilamente por diversos barrios de Buenos Aires o tomando intrépidos caminos para visitar las provincias. Aparece con su seño fruncido, con ese ardor que lo ha caracterizado tiempo atrás. Su presencia sobrevuela toda la ciudad, sus detractores, los que desdeñan el bien común por rentas extraordinarias, le temen. Pueden no verlo pero sienten que está ahí, saben que se esconde donde más le gusta, entre la gente de a pie, que camina entre ellos, escucha apaciblemente sus reclamos, sus inquietudes, sus necesidades.
Mariano Moreno nunca murió, permanece eterno entre el pueblo, sólo es visible cuando los sujetos se revelan: cuando toman la injusticia como propia. Toda su presencia se revela a ser olvidada, pelea, discute, no se da por vencido. Sus palabras siguen resonando en todo el territorio nacional, con la misma fuerza que hace doscientos años. Aunque algunos  hayan vejado con cicuta su cuerpo, nunca podrán destruir sus ideas, y mientras ellas existan, el Robespierre del Plata seguirá caminando entre aquellos que más lo contienen, su pueblo.

Rodka