Acaso escribir
sobre el peronismo sea a esta altura una redundancia. Sin embargo hay que
reconocer su enorme potencial para reciclarse y reaparecer una y otra vez en la
vida política de los argentinos. Es escurridizo, se nos escapa de las manos a la
hora de caracterizarlo cabalmente. Es extremadamente complejo ponerse de
acuerdo si vive en el pueblo trabajador, si solo subsiste en el partido
justicialista o si sencillamente murió con su líder. Estamos en presencia de
una persistencia nacional que no puede hacerse a la idea de que ha perdido algo
constitutivo de su existencia política.
Me decidí a
escribirlo con mayúsculas porque me propuse hablar de una figura central,
constitutiva del mismo. El papel femenino no siempre es el protagónico en esta
historia, lo es en este escrito. Y es acaso tan complejo hablar de
protagonismos y no referirnos al “coronel populista” que hasta parece extraño
poder correr la lente de la cámara para hacer foco en una figura que creció a
su lado, pero que demostró ser mucho más visceral que él. Porque si algo la caracterizaba
a ella es su potencia discursiva.
Hoy se escribe de
ella. Pero, quién era ella. Aquí debería insertar un cúmulo de información biográfica,
adentrándome en ver si su partida de nacimiento es real, si su edad coincide
con la que figura en los Toldos, etcétera. No es la intención. La pregunta
sigue en pie. Será que es realmente complejo preguntarse quién fue alguien.
Acaso podamos tomar reflexiones que ella misma quiso hacernos llegar para poder
caracterizarla mejor. Tal vez nos sirva de ayuda volver a darles voz a sus
escritos. Y aquí si aparece la subjetividad de quien escribe la nota para citar
los fragmentos que este crea que mejor representan a la persona que quiere
retratar y con eso lograr un compendio
de frases.
Eh optado por
darle nuevamente eco a sus palabras, aquellas que han salido desde sus últimas
exhalaciones, porque efectivamente así ha sido. “Mi mensaje” fue dictado por
esa mujer que con su último aliento. Pesando solo 38 kilos, quiso demostrar que
la potencia de su discurso no radicaba en su lozanía, sino en las profundidades
de su espíritu. Allí donde vivía un odio irredento por las clases propietarias
del país. Acaso fue desmesurada en su odio, pero también lo fue en su amor por
los desposeídos. Tal vez podamos ensayar como pueril e incomprobable hipótesis
que esos dos sentimientos nacieron y se desarrollaron en el interior de una
persona que sufrió en carne propia los escarnios que la ciudad culta le propino
al llegar proveniente del interior de la provincia. Pero más exactamente,
arriesga este improvisado cronista, fue la afrenta interna de haber sido
huérfana.
Quién puede
comprender más hondamente lo que significa ser un desposeído que aquella
persona que no es propietaria de su propio apellido. Hasta aquí no es nadie,
llega a la ciudad para poder ser alguien. Es persistente, conoce todas y cada
una de las bajezas que esa ciudad culta, tan pendiente de las grandes capitales
europeas, esta dispuesta a propinarle. Todas las recibe.
Se casa. Se casa
con él. Se casa con él, que es quien le da su apellido. Se casa con él, que es
quien le da su apellido, pero eso a ella no le basta. Ambos se cagan en todos
los convencionalismos de la época. Ambos son tildados de inmorales, se los
acusa a dedo alzado. Ella sufre la profundización de ese escarnio primigenio
que sintiera en sus primeros días de residente en la culta Paris del Plata.
Ella, ya no es más un articulo en este texto. Es Eva Perón. No se conforma.
Transgrede la sociedad. No aquieta sus perspectivas con el solo hecho de ser la
señora del “coronel sindicalista”. Encuentra algo. Ve algo. Se representa en
eso que logra observar. Algo que la enorme mayoría deja de ver cuando llega a
esas esferas. Los ve a ellos que no tienen entidad porque son huérfanos como
ella lo fue. Que no poseen nada y esa ausencia es el sentido más profundo de su
carencia. Entonces ella, que ahora es Eva Perón, pero que no se conforma con
ser solo la esposa de, va a luchar por ellos; para darles entidad.
En esa relación
pasional, tan cercana, tan afectuosa; ambas partes ganaran definitivamente su
identidad: ella será Evita y ellos serán los grasitas, los descamisados.
Sus palabras aun
rugen por el aire: “Quiero decirles la verdad que nunca fue dicha por nadie,
porque nadie fue capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad.
Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no regresaron
nunca. Se dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de las alturas y se
quedaron ahí para gozar de la mentira.”[1]
De este punto en
adelante ya no habrá más concesiones. Rodete cerrado como un puño para defender
a los que fueran huérfanos. Amor incondicional para aquella artista que
renunció a su apellido matrimonial, a su carrera artística y a ser la esposa
de. Evita lo clama desde el fondo de su cuerpo enfermo: “Yo no me deje arrancar
el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del
poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi
pueblo y pude ver sus grandezas”.[2]
Las clases
poseedoras de este país rara vez se equivocan a la hora de volcar todo su odio
sobre alguien. No pierden el tiempo derrochando de manera fútil todo su rencor.
Son sectarios y excluyentes hasta en eso. Acaso la enfermedad más destructiva
en este país haya sido en 1952 la más festejada por los sectores minoritarios
de la población. Y es así como Evita, con una suerte de castigo divino que
replica el original de las sagradas escrituras, por haberle dado la traicionera
manzana de la felicidad al pueblo, fue maldecida por aquellos que rezaron todos
los rosarios que tuvieron a su disposición para que la pecadora del siglo XX
fuera maldita y corriera una peor suerte que la versión original.
Nunca dejó de
preocuparse por el futuro de los suyos. Nada la tranquilizaba de sus dolores. Tal
vez haya sido en estas circunstancias, que gana una lucidez política potente. Fue
en uno de esos espasmódicos momentos en donde me la figuro gritándole a quien
tenia por tarea escribir los designios de su testamento político: “El arma de
los imperialismos es el hambre. Nosotros, los pueblos, sabemos lo que es morir
de hambre. El talón de Aquiles del imperialismo son sus intereses. Donde esos
intereses del imperialismo se llamen “petróleo” basta para vencerlo con echar
una piedra en cada pozo. Donde se llame “cobre” o “estaño” basta con que se
rompan las maquinas que los extraen de la tierra o que se crucen de brazos los
obreros explotados. ¡No pueden vencernos! (…) Ya no podrán jamás arrebatarnos
nuestra justicia, nuestra libertad, nuestra sabiduría. Tendrían que matarnos a
uno por uno a todos los argentinos y eso ya no podrán hacerlo jamás”.[3]
Qué honda
tristeza la hubiera invadido si hubiera visto como sus designios eran
tristemente precisos, pero aterradoramente llevados a la práctica. Porque no
fue necesario matar a todos los argentinos, basto con 30.000 para disciplinar a
un sector de la sociedad que quiso tomar su cielo, el que siempre perteneció a
los dueños de todas las cosas, por asalto.
A 60 años de su
desaparición física, es bueno volver a escucharla por intermedio de su último
testamento. Dueña de un jacobinismo plebeyo, que no necesitó de enormes
compendios teóricos para saber por quién y para quién había que pelear. Dueña
de una llama eterna que ni las profanaciones han podido apagar. Su leyenda
continua viva en la memoria oral del pueblo. En el dibujo de Ricardo Carpani,
acaso aquel que mejor pudo captar todo el fuego de su espíritu.
Martín Canziani.
[1] Eva Perón, “Mi mensaje”,
Ediciones Fabro, Buenos Aires, 2012, Pág. 10.
[2] Ibíd., Pág. 11.
[3] Ibíd., Pág. 22.