sábado, 30 de julio de 2011

Lugares Comunes



...Lili dijo que uno sabe pero se olvida de que sabe, esa es la manera de convivir con la lucidez, pero la cosa se complica cuando uno no se puede olvidar. El despertar de la lucidez puede no suceder nunca pero cuando llega, si llega, no hay modo de evitarlo y cuando llega se queda para siempre. Cuando se percibe el absurdo, el sinsentido de la vida, se percibe también que no hay metas y que no hay progreso. Se entiende, aunque no se lo quiere aceptar, que la vida nace con la muerte adosada. Que la vida y la muerte no son consecutivas sino simultáneas e inseparables. Si uno puede conservar la cordura y cumplir con normas y rutinas en las que no cree, es porque la lucidez nos hace ver que la vida es tan banal que no se puede vivir como una tragedia.

(…)

La lucidez es un don y es un castigo. Está todo en la palabra. Lúcido viene de Lucifer, el arcángel rebelde, el demonio. Pero también se llama Lucifer el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse. Lúcido viene de Lucifer y Lucifer viene de Luz y de Fergus, que quiere decir el que tiene luz, el que genera luz, el que trae la luz que permite la visión interior: el bien y el mal, todo junto, el placer y el dolor. La lucidez es dolor y el único placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría será el placer de ser consciente de la propia lucidez. El silencio de la comprensión, el silencio del mero estar. En esto se van los años. En esto se fue la bella alegría animal.

(…)

El lúcido puede seguir viviendo mientras conserve el instinto de la especie, el impulso vital. Es muy posible que con los años esa fuerza instintiva y oscura se pierda Es necesario entonces apelar a algo parecido a la fe, hay que inventarse un motivo, una meta que nos permita reemplazar el impulso animal que se ha perdido por una voluntad fríamente racional. Pero esa voluntad es un motor muy difícil de mantener. De repente sin motivo se va, se apaga, desaparece. Es entonces cuando se sigue o no se sigue. Se puede o no se puede. Y si no se puede no hay culpa. No importa el amor de los otros, ni el amor que uno siente por ellos. Si uno no sigue, todo sigue sin uno y sigue igual. Todo pasa, la ausencia pasa. Se conoce la muerte antes de morir. Es un final antiguo, rutinario y común, es un final deseado que se espera sin temor porque uno lo ha vivido ya muchas veces. Todo da igual."

"Lugares comunes", Adolfo Aristarain 
basado en la novela “El renacimiento” de Lorenzo F. Aristarain

domingo, 24 de julio de 2011

Diarios de Viaje. Potosí


I) ¿Se puede cruzar la Quiaca sin sentir en lo más profundo del alma el sonido de las guitarras de Manu Chao? Respuesta: no. Lo primero que uno ve de Bolivia es la pequeña Villazon. El calor es refrescantemente seco. Las sombras de los negocios y arboles circundantes siempre son amigos ocasionales.
Las primeras impresiones que algún visitante puede sacar en concreto son  las enormes diferencias culturales que existen entre un porteño y el sur boliviano, incluido el norte argentino. La ciudad puerto siempre más afecta a las finas fragancias europeas que a los tradicionales olores de la tierra latinoamericana no concibe el término “diferente” sino como una acepción peyorativa. Esta “diferencia” es una adjetivación muy común para diferenciarse de “ellos”. El “nosotros” pertenece a una raigambre histórica que tira líneas en un pasado de barcos y emigrados. El porteño se siente un inmigrante con derecho de piso en la Argentina, pero redobla su situación cada vez que sale fuera de los límites de la flor del plata. Ahí se aventura en los caminos de la barbarie sarmientina, como quien contrata un safari para ver las planicies del Sahara. Lo reconozco en los ojos de una chica rubia, de mediana estatura, con sombrero a lo Indiana Jones, que no se cansa de sacarles fotos a sus amigas diez pasos después de cruzar la frontera.
La bóveda de puestos que encierra al viajante es por momentos asfixiante. Todo se vende en la calle. Sin embargo el bien más escaso para alguien acostumbrado a vivir en el llano es el aire. Por cierto, nadie lo vende.




II) Compro un boleto con destino a Potosí. Veo a las cholas comer sus sopas con chicharrón, tomar jugos en bolsas.
La inexistencia de caminos e infraestructura es la constante del viaje. El conductor se guía por la experiencia de quien repite el mismo camino durante muchos años. La luz de la luna es su mejor compañera durante esta larga travesía, que atraviesa un desierto de casas muy precarias a los costados del camino y tiene por única parada la pequeña ciudad de Tupiza. El olor a coca invade el micro, los cocaleros son los más asiduos viajantes de estos buses y trasladan la mercancía de un lugar a otro. Las cholas se cobijan detrás de sus chompas de alpaca que las calentaran el resto del viaje. Quien escribe recibirá los duros azotes del frío boliviano a lo largo de toda la noche.
La llegada al valle de Potosí es algo mágico. El amanecer trae consigo una vista increíble de la plaza de armas de la ciudad.
Luego de dejar la mochila en el hostel, la recorrida es intensa. Las calles son mayormente angostas, los colores ocres son comunes en el paisaje andino. Los cables abovedan cada una de las calles cuan si fueran pasajes que dan la bienvenida a una de las ciudades más antiguas de este continente. Los hermosos balcones fabricados en madera con detalles artesanalmente labrados en la misma son de una perfección impresionante. La antigua ciudad de la mita y el yanaconazgo hoy descansa bajo el tórrido sol de la tardecita andina.
La recorrida es por momentos lenta, el aire falta, las calles son subidas y bajadas constantes que terminan por lo general en alguna iglesia de tipo colonial. Desde sus altos campanarios se puede ver el paisaje completo que presenta la ciudad de plata.




III) Visitar la mina del cerro rico de Potosí es una experiencia única. El noventa por ciento de la población trabaja o trabajo en ella. Las condiciones de acceso e infraestructura son pobrísimas. Las vigas son muy bajas, el nitrato de plata vuela por el aire formando una cortina turbia que es fácilmente divisable con las lámparas de los cascos. Esta voladora aleación es la principal causante de muerte en la mina, la excesiva exposición produce serios problemas respiratorios, cuando no algún cáncer pulmonar.
Comenzamos a bajar a las entrañas del cerro. El calor se hace más intenso, la garganta se reseca. Por un momento pienso que todos se acaba, la piedra comienza a retumbar, mis compañeros de excursión saltan a los costados, un carro de acero lleno pasa al lado nuestro. La mina escupe los metales y las piedras desde sus entrañas. Nuestra ofrenda consiste en gaseosas y hojas de coca.
El centro es un lugar magmático. Los cuarenta y dos grados son constantes. Los ruidos producidos por las herramientas que trabajan sobre la piedra son ensordecedores. Me acerco a un minero, le extiendo la gaseosa. Su cara negra como el carbón, producto de la tierra me devuelve una sonrisa. Le pregunto que se siente trabajar en esta mina todos los días. No sabe que contestarme. Me siento un inquisidor de la vida ajena, doy dos pasos hacia atrás. Él vuelve a mirarme y me susurra que hoy son al menos dignos de la jubilación. No entiendo, lo miro atentamente. Andrés, tal es su nombre, me cuenta que el gobierno de Evo les dio la posibilidad de elegir voluntariamente el retiro para comenzar a cobrar la jubilación. Antes, asegura, te jubilabas a los cuarenta y cinco años. Creo comprender las palabras del joven minero, sin embargo solo lo haré a la noche, cuando tenga una distendida charla con la dueña del hostel y me explique que la expectativa de vida de un minero no supera los cuarenta años.           

La noche, el Flaneur, París y San Telmo.





Balzac incorpora una palabra nueva al léxico del parisino: flâner. Este término, cuya traducción sería “vagar”, “callejear”, implica mucho más de lo que señala la acepción castellana. Como el propio Balzac escribió en sus comienzos: “¡Oh flâner en París! flâner es una ciencia, es la gastronomía del ojo. Pasear es vegetar, en tanto que flâner es vivir”. Durante sus vagabundeos, Balzac se convierte en un radar viviente, un observador agudo de todas las formas de la realidad parisina: los grandes panoramas contemplados desde lo alto, las plazas, los bulevares y las callejuelas, las zonas animadas y las zonas muertas, los comercios, los restaurantes, grandes y pequeños, los hoteles de paso, nada escapa a su ojo cámara. Ni tampoco la gente, claro, sus gestos, sus vestimentas, sus tics, sus acentos y silencios. Cazador de lo nimio, más allá de la captura de estos detalles, Balzac concibe una visión de conjunto de París, una visión intuitiva, poética, y que evoluciona a medida que construye el gran proyecto de La Comedia Humana.
Recién en la poesía de Baudelaire el tema de la muerte se funde con la imagen de París. De allí que a partir del París baudeleriano (muy en particular de los Tableaux Parisiens y Le Spleen de París) se pueden vislumbrar los elementos estructurantes de la modernidad.
Es en el seno del mundo establecido donde Budelaire afirma su singularidad. El poeta francés es quien mejor interpreta el sentido principal del término, Baudelaire, que en su poesía postulaba la desaparición del yo, ha desaparecido detrás de su distinción: solo muestra la diferencia que lo oculta y mientras sea distinguido, nadie lo verá. Para ello necesita de un escenario adecuado, y nada mejor que una gran ciudad. Por ejemplo, París.

Esto que figura arriba, son diversos extractos sacados del libro, “Relatos de París”, perteneciente a la colección Lectores en viaje. Posee varios volúmenes que son relatos de diversos escritores que han decidido plasmar en el papel lo visto, sentido, apreciado en cada ciudad. Son ampliamente recomendables.
Elegí éste en particular, porque el termino flâner me es increíblemente atractivo. Puedo asegurar que Buenos Aires comparte con París mucho del alma del flâner. Sus calles, sobre todo las de San Telmo, son caminos trazados por el imaginario de los escritores, que tanto en un caso como en otro pueden ser apreciados vagando sin rumbo por sus hermosas y estrechas calles.    

“Antes que una ciudad del mundo real, Paris, para mí como para millones de otras personas de todos los países, ha sido una ciudad imaginada a través de los libros, una ciudad de la que uno se apropia leyendo”.

Ítalo Calvino.

sábado, 16 de julio de 2011

Diarios de viaje. Mar del Plata




I) Me calzo los auriculares de manera intempestiva, ajusto la bufanda y cierro la mochila. La avenida Colon me encandila con unos tibios rayos de sol, que se cuelan por entre sus innumerables edificios de departamentos. Hoy yacen vacíos, sus entrañas están desabitadas por multitudes que aparecerán recién cuando el sol muestre su potencia en este hemisferio. Me dispongo a buen paso a ir contra la arena, ver el mar argentino una vez más después de diez largos años. El viento azota mi cara, pero el escudo solar que inunda la tardecita y las ganas de reinventar en mi cabeza la ciudad feliz son más fuertes que el frió. La rambla está hermosa, los adolescentes se pasean surcando el firmamento en rollers, bicicletas y patinetas. Llevan poca ropa, aprovechando ese calor corporal tan propio de la juventud. Me percato de la existencia de un pequeño paseo de compras a la veda de la arena, me entremezclo entre la multitud y comienzo a caminar entre transeúntes que parecen hablar entre ellos. Mi mundo solo se rige por la fusión tanguera de la chicana, banda a la que voy a dedicarle una entrada completa. Realmente lo merece. Lo cierto es que la falta de sonidos externos y la posibilidad de musicalizar la realidad que uno camina hacen de la experiencia audiovisual un momento único.
Me detengo ante un puesto de libros, en él Galeano aparece desteñido, añejo, carcomido. Levanto al ajado intelectual uruguayo y por reflejo miro hacia delante. La mujer que tenia ante mí me mira. Le devuelvo la mirada. Se sonríe, me dirige unas palabras. No poseen sonido para mí, solo hay tango en el aire. La chica frunce el ceño. Dejo el libro de Galeano y pienso. ¿Me saco los auriculares y me adentro en la realidad o continúo en mi mundo y sigo viaje? Opto por la segunda opción.

II) Me entremezclo con la multitud que remonta la peatonal. Figuras disueltas que se esparcen por el firmamento en busca de algún nuevo objeto que adquirir. Las últimas zapatillas, el último celular, objetos y más objetos. Una adolescente desgarbada me mira. Su ropa no lleva la estética del último grito de la moda. Clava sus lacónicos ojos en los míos. Sabe que no soy de aquí. Sabe que todo lo miro como quien ve por primera vez esa vorágine turbulenta, ese ritual mecánico que los teóricos denominan mercado. Oferta por acá, demanda por allá. Consumo, consumo, consumo. Cualquier cosa. Algo que me permita pertenecer, algo que me disfrace y me permita demostrar que “yo” también estoy adentro. Ves, somos iguales. Yo también tengo las mismas zapatillas.
Pero la chica que me clavo la mirada es ajena a esta casería de objetos. Esta afuera de eso. La dejaron afuera. Esta excluida. Me sostiene la mirada. Avanzo hacia ella, como un poseso, como si existiese una especie de fuerza atractiva. Esos ojos inquisidores me quieren preguntar algo y esa pregunta no puede esperar. Es importante, le urge. Me resisto ha llegar a su lado. Se acaba el tango. Se acaba el mundo inventado, se frustra el caparazón. Hay que volver a poner los pies en el barro de la realidad, en las penurias, en el lodo de la historia. Estamos casi al borde de colapsar. Se detiene. Me saco los auriculares. Me inunda el bullicio, los vendedores ambulantes, los chicos que salen del colegio, la señora que no quiere comprarle a su hijo un juguete de algún nuevo dibujo animado. Trastabillo, el golpe es muy duro. Debería existir algún tipo de cámara descompresora que nos permita ir adaptándonos a la realidad de a poco. El cimbronazo es demasiado duro cuando se pasa de un momento a otro. En medio del reacomodamiento me llega una sola palabra: hambre. Levanto la mirada, esta la chica de los ojos desolados. Intenta ensayar una vez más el discurso que aparentemente yo no escuche en un primer momento. Ahora la escucho con lujo de detalles. No morfó. Si, utilizo esta palabra por que es la que mejor representa a las clases desposeídas, populares. No comen, morfan. Cuando tienen que nombrar un color siempre se deciden por el rojo, no por el colorado. Son el sustrato de la patria que muy de vez en cuando se subleva. La miro a los ojos y le pregunto que quiere comer. Un sanguche me responde. Le consigo el más grande que encuentro, una monstruosidad que deberían vender con una buscapina de regalo. Le robo una sonrisa, le hago un par de preguntas acerca de ella. Me responde sorprendida. Sépalo querido lector, a los desposeidos, lo primero que se les quita es la palabra. Es por eso que cuando uno formula una pregunta, muchas veces no es respondida o genera cierto resquemor al ser contestada.
Dejo a la niña encerrada en el cuerpo de mujer comiendo su única comida del día.

III) La calle esta cubierta por una bóveda de árboles que la encierran. En el fondo de la imagen la cúpula de una iglesia enmarca el cuadro de mi camino. La caída del sol comienza a teñir los bancos de la plaza Pueyrredon de diversas tonalidades ocre.
Llevo caminados alrededor de ocho kilómetros. Necesito un buen café para ordenar ideas, calentar el cuerpo y leer un rato. Busco alguno que me llame la atención. Acurrucado contra una vereda lo encuentro, se llama Dickens, un guiño para que entre. La luz es tenue, las mesas son pequeñas. Las paredes están abarrotadas de pinturas, aparentemente hechas por un artista local. Me siento en una mesa contra la pared que tiene forma de pupitre universitario. Pido un café con crema y un agua mineral. Saco el libro que me tiene trabado. Leer a Laclau no es de las empresas más sencillas en las que uno se va a ver involucrado. El análisis del populismo desde una perspectiva freudiana es interesante, me sumerjo en su lectura, buceo en profundidad, de pronto algo sucede. Llega el café. El barcito comienza a hacerse más concurrido. Una pareja se sienta enfrente a mí. Apenas se miran. De pronto ella saca una netbook, le pregunta al mozo por la clave para conectarse a Internet. El hombre ojea un diario, parecería estar a desgano. Me convenzo de volver a Laclau. Me cuesta, el vocabulario me es esquivo, tomo el café y leo. Pasado unos minutos agarro ritmo, miro de refilón el reloj visiblemente antiguo. Las agujas marcan las ocho y media. Hora de emprender el retorno.
La ciudad insignia de los derechos adquiridos resplandece bajo la luz de la luna. El plata esta intranquilo. Azota duramente la costa, su rompiente resuena atronadoramente contra la arena de la Bristol. Cuanto más hermosa es esta ciudad en invierno.